Sangre, pintura y altares: crónica de la violencia napolitana

La noche del 29 de febrero de 2020, uno de esos raros años bisiestos, Ugo Russo, un chaval de 15 años del barrio de Quartieri Spagnoli de Nápoles, puso un pie en la calle con una pistola de juguete pensando en hacerse con algo de dinero para la discoteca. Había dejado el colegio muy temprano, como el 40% de los chicos del centro de la ciudad. Probó suerte trabajando en un bar por 50 euros a la semana. Luego repartió tomates en los restaurantes de su barrio. Esa noche se subió a la escúter con un colega. Bajaron hasta el puerto y encañonaron a una pareja que iba en su coche con una Beretta 52 que en mitad de la noche parecía auténtica. Pero el hombre al que iban a robar el Rolex, de 23 años, resultó ser un carabiniere fuera de servicio. Sacó su pistola y disparó cinco veces contra los chicos. Tres proyectiles alcanzaron a Ugo —dos en el pecho y uno en la nuca cuando intentaba huir—, los otros se perdieron en la noche. Un año después no se sabe mucho más de lo sucedido. Pero su rostro, como el de tantos otros chicos muertos en reyertas o con la policía, preside una de las esquinas del centro de Nápoles que el Ayuntamiento quiere borrar.

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