El aleteo de un murciélago en Wuhan provoca un huracán económico en el Mediterráneo occidental. Un aire sombrío, medio lúgubre, recorre el espinazo de Magaluf, epicentro del turismo de masas mallorquín y zona cero de la crisis en España. Al cabo de la calle Punta Ballena hay un pub enorme, The Plaza, un supermercado, Malvinas, y un bar altísimo, The Temple, que solía atraer a hordas de hooligans con una señora contoneándose en la azotea; los tres están cerrados a cal y canto. En el primer tramo de la vía asoma otra taberna y después se suceden un estanco, dos tiendas de tatuajes, una hamburguesería, algo parecido a una joyería, un establecimiento que ofrece pollo frito, un cajero, tres pubs adicionales y exactamente nada más. Sol y playa, alcohol y drogas, balconing y demás perversiones destinadas a miles de turistas británicos forman parte del paisaje de esta localidad desde hace décadas. Con la salvedad de que por aquí no se ha visto a un solo turista en meses. Las persianas están arriadas. La covid exhibe sus cicatrices en toda su crudeza; los empresarios ni siquiera saben si habrá temporada turística. “Me daría con un canto en los dientes si me aseguran que podremos abrir en julio; otro año igual sería una ruina”, se lamenta Toni Horrach, propietario de una veintena de hoteles, uno de ellos en pleno Magaluf.
