Miguel García lleva hora y media sentado en una banca. Lo acompaña su nieto. Al frente de ellos está el hospital San Ignacio, en el campus de la Pontificia Universidad Javeriana. Esperan abnegados a un familiar que está adentro, en alguna de las nueve plantas del edificio con fachada de ladrillo, mientras “le practican unos exámenes”. Al levantar su tapabocas para hablar, Miguel deja ver el sudor acumulado en su bigote. “Llegué y estaba peor. Me sentía ahogado”, dice. Se refiere al calor, el humo y la ceniza provocados por el incendio que consume una porción de los cerros orientales de Bogotá desde el pasado lunes. “Arde ver, arden los ojos”, se queja. Uno de los incendios, el más fuerte, está unos 600 metros ladera arriba.